A la sombra del bosque.
Un relato de Ana Iturgaiz.
Aquél era el día de su boda. Sin duda, el día más triste de su vida.
Julia no supo cómo encontró el valor suficiente para salir de la cabaña que hasta entonces había considerado su hogar. Portaba entre las manos un pequeño hatillo que contenía todas sus pertenencias: el vestido de su boda, el mismo que había acompañado a su madre hasta el altar y que ésta había guardado hasta entonces. Nada más. Aquello era su equipaje, aquellas todas sus posesiones. Lo único con lo que podía contribuir a su nueva vida como mujer casada.
Sólo tenía que comenzar a andar por el sendero para dejar atrás todo lo que había conocido hasta entonces, para separarse de todo lo que amaba: de su madre, de sus hermanas, de su bosque.
Se esforzó por no parecer triste. Inspiró en silencio y compuso una leve sonrisa.
—Ya es hora de que me marche si no quiero llegar tarde a mi propia boda —bromeó.
Dejó la ropa en el suelo y se acercó hasta sus dos hermanas gemelas. Apenas tenían doce años, sin embargo, iban a tener que hacerse mayores antes de tiempo. Las abrazó con fuerza.
—Ayudad a la madre —murmuró—. Cuidadla mucho. Y cuidaros vosotras.
La presión del pecho amenazó con subírsele hasta la garganta. No pudo decirles nada más. Se separó de ellas y se volvió hacia su progenitora. Su madre dio un par de pasos y depositó un delicado beso sobre su frente.
—Anda, hija. Se te va a hacer tarde.
Obedeció, como cuando era niña y la mandaba al río a lavarse la cara y las manos, pringadas de las moras que se había comido.
Pero antes de partir, las observó por última vez. Necesitaba grabar sus caras en su retina. Y, a continuación, se giró despacio, cogió el hatillo y salió de sus vidas para siempre.
No quiso volverse. Si lo hacía, se quedaría. Y también sabía que no podía ser. No se paró, no lo hizo hasta mucho tiempo después, cuando ya había recorrido más de media legua. Entonces sí, entonces se lo permitió, se sentó a un lado del camino y dio rienda suelta a su zozobra.
Un rato más tarde, cuando dejó de llorar, se sintió mejor. Retomó su camino por el sendero, bajo la sombra de los árboles. Tenía que darse prisa si quería llegar al pueblo a la vez que los mozos del valle. El cura lo había dejado muy claro la vez anterior. “El que no esté en la iglesia a la hora, se vuelve a su casa sin casarse”, había dicho. Estuvo a punto de hacerlo, de recorrer de nuevo el camino por el que había venido y olvidarse de todo. Pero no, sus hermanas y su madre estarían mejor sin ella, sin una boca más que alimentar.
Lo decidió un día que bajó al pueblo a vender los quesos. A la hija de la Maruja le había faltado tiempo para contárselo.
—Van a traer una caravana de hombres. Vienen a casarse. Hay que apuntarse en la iglesia. Don Fermín tiene la lista.
Y las fotos. Don Fermín también tenía sus fotos. Le dio diez minutos para que eligiera. Sólo quedaban siete. Delgados, curtidos, serios, repeinados. Ninguno sonreía. Alguien había escrito sus nombres en la parte trasera de cada imagen. Ni se fijó en ellos.
Eligió al que parecía más joven.
—Éste.
—Ponte ahí —le ordenó el cura.
—¿Dónde?
—Ahí, ahí —insistió impaciente—, contra la pared.
Cogió una cámara de encima de la mesa de la sacristía, la puso delante de su cara y apretó un botón.
—Ya está. Si él te acepta, estate aquí el primer domingo de mayo a las doce de la mañana.
—¿Si me acepta? —preguntó confusa.
—Sí, si le gustas. Te mandaré un aviso con el chico del Indio —le explicó mientras la despedía apresurado a la puerta del templo ante la atenta mirada de un forastero que se encontraba al pie de la escalinata.
El aviso había llegado hacía dos semanas. El chaval había subido deprisa y apareció sudoroso y acalorado delante de su casa. Acepta, fue lo único que le dijo. Ni un recado ni una nota, ni siquiera recordaba el nombre de su futuro marido.
Cuando alcanzó la primera casa del pueblo, Julia volvió a la realidad.
Se detuvo nerviosa. Cogió aire, lo expulsó despacio y, sólo después, dio el primer paso.
En la plaza, se detuvo aturdida. Estaba desierta. Elevó la vista hasta el reloj de la torre, ya pasaban de las doce y media. Se encaminó a la iglesia apresurada. Igual todavía llegaba a tiempo. No había puesto el pie en el primer escalón cuando una voz la detuvo.
—Llega tarde. Ya están todos casados.
Era el forastero. Parecía aliviado.
—¿Todos?
Él rió.
—Todos, sin excepción. A los que les había dejado la novia plantados enseguida han encontrado quién les cubra el hueco.
A ella le temblaron las piernas a la vez que el sosiego se instalaba en su pecho. Tuvo que sentarse para no caerse. Él fingió que no se había dado cuenta y continuó hablando.
—No lo entiendo, no entiendo cómo una chica joven y guapa, como ellas, como tú, se arriesga a casarse con un hombre del que no sabe nada —No esperó respuesta—. Te acompaño a casa —añadió mientras cogía el hatillo del suelo y la hacía levantarse.
—Tú no eres de aquí, ¿no? —comentó ella en un susurro.
—No, pero espero serlo. Si tú me dejas. Te estaba esperando.
Y Julia se enganchó en sus ojos brillantes y se perdió en su mirada.
Cuando llegaron a la linde del bosque, el sol brillaba por encima de las montañas y la sombra de los árboles los acogió bajo su abrazo refrescante.
Relato finalista del Concurso de Relato Corto El Rincón Romántico 2010.
© Ana Iturgaiz
Autora de los relatos "Ante mi mirada"
en Amigos para siempre, de Editorial Hipalage,
y "Al borde",
en El hombre que leía a Dumas, de Editorial Rubeo.
Website: Ana Iturgaiz